
Los temas exaltados en el arte -que son los mismos que padecemos en la vida desde que nacemos y hasta el fin de nuestros días- son muy pocos y abarcan la existencia, el amor, la amistad, el rencor, la traición, etcétera; en definitiva, no pasan del número de dedos que tienen nuestras dos manos. Sobre ellos hacemos variaciones y a ellos recurrimos desde tiempos inmemoriales.
El célebre poeta y humorista Jorge Luis Borges, se calificaba a sí mismo como un experto y perspicaz plagiario. “Mi hábito del plagio -solía bromear-, “me ha llevado a jugar con los viejos y consabidos temas ya tratados por muchísimos otros grandes escritores que no quiero mencionar porque la lista sería infinita; eso sí, para plagiar hay que saber hacerlo. De lo contrario conviene resignarse a ser uno mismo. Por fortuna, a pesar de que soy un desastre para consumarlo, creo no ser original”.
Según la RAE, plagiar es copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias. El delito de plagio atenta contra los derechos fundamentales que dimanan de la creación de una obra. Se agregan a esta idea, las facultades morales del autor sobre un logro sin precedentes, al tiempo que perjudica también los derechos de explotación (siempre el enojoso asunto económico de por medio). De idéntico modo, dicho delito atenta contra el interés público en sus diversas facetas, en la medida que la obra plagiada, por no ser original, engaña al consumidor ya que con la suplantación se pierde el vínculo que existe entre el verdadero autor y el fruto de su espíritu creador. “El periodismo -según el brillante Azorín- es plagiario por naturaleza”. Hasta ahí vamos bien.
El catalán Eugeni D’Ors Rovira, que perdura en la historia de la literatura como Eugenio D’Ors, al igual que muchos, fue acusado de plagiar a un cronista y crítico de arte -bastante mediocre, por cierto, que ni siquiera le llegaba a los tobillos-, en su aleccionador y erudito libro Tres horas en el Museo del Prado (en esta dirección también puede caer en la volteada nuestro Manuel Mujica Lainez, autor de Un novelista en el Museo del Prado, que casi repite lo de D’Ors en su volumen con otras palabras y algunas que otras obras), un Itinerario estético de nuestro “Manucho” publicado en 1922, del cual siempre aparecen y seguirán apareciendo variaciones. Cuando le informaron al catalán que el tal Galíndez, le había iniciado juicio sonrió con ironía y despacho esta frase: “Hombre, es cierto, pero quién no lo hace. Todo lo que no es tradición es plagio; lo que yo hice fue mejorar algunos textos mal escritos”. Y aceptó recompensar económicamente al mediocre demandante “para que no siga estorbando sin dejar de aprender de mis libros”.
Respecto a los casos de plagios literarios más recientes, figuran el demasiados famoso de Camilo José Cela, que luego de hacerse con toda justicia del Premio Planeta de 1994, con la novela La cruz de San Andrés, fue acusado por la escritora Carmen Formoso, que denunció que la obra de don Camilo se parecía demasiado a la suya, Carmen, Carmela, Carmiña, que también concursó para ese premio y ni siquiera obtuvo mención; el caso, a pesar de que el enojoso asunto está aún en tribunales, sigue dando que hablar. Quizá tiene razón la señora Formoso, el argumento se parece, pero en la vida real todos nos parecemos a muchos y todo se relaciona con todo. El contexto es, por supuesto, distinto, los personajes son distintos y la época, aunque no es distinta parece paralela. Y de ahí, como dicen los huasos chilenos, el tema dio que hablar. Don Camilo, sin inmutarse, respondió con una risita y abriendo las manos: “¡Pues sí, quizá tenga razón y qué, lo mío es mío y lo de ella de ella!”.
El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique hacia 2008 fue acusado de haber plagiado 16 artículos periodísticos de medios como La Vanguardia, El periódico de Extremadura o la revista literaria Jano. Un tribunal, no demasiado confiable (digo literariamente) lo encontró culpable en el juicio a cargo del Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual Peruano, y le aplicó una sanción de casi 60 mil dólares. El talentoso Bryce Echenique, sin dejar de asumir su culpa pago y se defendió esgrimiendo que el plagio es una forma de halago, para más tarde confesar que su situación se entretejía con una compleja trama de conspiraciones fujimoristas y errores informáticos cometidos por su secretaria.
Otro caso fue el de mi recordado amigo el enorme novelista mejicano, Carlos Fuentes que recibió la acusación de plagio en 1995 por parte del también escritor Víctor Celorio. Según este, pueden encontrarse en Diana o la cazadora solitaria (1994) unas 110 coincidencias textuales y varios personajes excesivamente similares a los de la obra de Celorio El unicornio azul, de 1985, difundida en una tirada reducida a costa del propio autor. Finalmente un juez federal lo atribuyó al trillado caso de la intertextualidad y lo desechó dando la razón a Carlos y a la editorial Alfaguara. “En estos casos no hay que discutir, cerremos el asunto”, comentó el acusado menos preocupado que predispuesto a entrar en polémica.
Tampoco ha dejado de resonar el supuesto plagio de otro querido y bien recordado amigo, el Premio Nobel, don José Saramago que fue acusado por el periodista Teófilo Huerta Moreno en el comentado caso “Sealtiel Alatriste”, al que parece perseguir una denuncia de practicar la copia sin encomillado. Huerta Moreno aseguró que Alatriste, por entonces director de Alfaguara México, le había hecho llegar a José Saramago su relato “¡Últimas noticias!”, y este se había inspirado en él para Las intermitencias de la muerte. El caso quedó abierto, pero el nobel portugués declaró que no vio y ni siquiera tocó con la punta de los dedos el texto del reclamante, y que si dos autores tratan el tema de la ausencia de la muerte, resulta inevitable que las situaciones se repitan en el relato y que las fórmulas en que las mismas se expresen tengan alguna semejanza. Por otro lado, en mi ya larga carrera de escribidor, debo confesar una interminable sucesión de plagios -concluyó riendo con ganas el severo Saramago-. Asunto que dejo en manos de los que se resignan a leerme”.
Otro admirado y apreciado escritor, que no tengo el gusto de conocer, don Manuel Vázquez Montalbán, uno de los padres modernos de la literatura policial fue condenado en 1990 a pagar tres millones de pesetas, en concepto de perjuicio moral, al profesor de la Universidad de Murcia, Ángel Luis Pujante, por plagio en la traducción que éste había realizado de la obra de Shakespeare Julio César, ¡ah, vaya, nada menos. Lo que descubrió el caso fue el descuido en borrar las pistas donde se reproducían las mismas omisiones que en la de Pujante. En los tribunales el caso sentó jurisprudencia sobre los traductores y el desarrollo de sus textos.
Otro recordado escritor y crítico, mi talentoso y amable compatriota Cayetano Córdova Iturburu (que, al decir de Borges se escudaba bajo el cariñoso hipocorístico “Policho”, usado por sus amigos más cercanos, me contó, con un café mediante, que el imaginativo Roberto Arlt, le pidió disculpas por que en una de sus “Acuarelas porteñas”, repetía casi textualmente sus observaciones sobre el Parque Lezama. “Mi querido Policho, te afané casi una página entera del artículo que publicaste en Crítica –confesaba Arlt-. Pero eso sí, viejo, sin escrúpulos ni culpa alguna, ya que intencionalmente me abstuve de confesar que los conceptos son tuyos. Gracias por dejar que te afane y no armarme lío”.
No hay nada nuevo bajo el sol. Neruda dice en un memorable poema “He sido acusado de plagiario por dos mediocre perversos…, que los dioses los perdonen”. En el prólogo que una lluviosa mañana de primavera me dictara para las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, el maestro Borges se ataja anticipando: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llama Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”. Y acto seguido riéndose con ganas, agregó: “¡Bue-ee-no, qué le vamos a hacer Alifano, mi incorregible hábito del plagio!”. En otra oportunidad, mientras me dictaba la “Milonga del soldado”, que condena a nuestros agresores militares, se detuvo en un verso y abriendo grandes las manos, me advirtió: “Y ahora viene un plagio que yo le voy hacer a usted: Como el que sueña que sueña”, se refería al pequeño volumen “Sueño que sueña” que él me prologó generosamente.
Me ocurrió no hace mucho algo que quizá no tiene sentido recordar, pero me veo tentado a hacerlo para poner la casa en orden y ofrecer mi descargo. Un editor definitivamente mediocre y carente de toda imaginación, apoyado por un poeta a quien consideraba mi amigo, por un error que cometí al equivocarme de archivo, me acusó de plagiario. Cosa que admito sin vuelta de hoja; pero, ¿quién no lo es? ¡Bueno, es probable que Aristóteles o Virgilio no lo hayan sido, porque hasta Cervantes, Quevedo y Shakespeare lo fueron, y de los contemporáneos, mejor ni hablar! ¡Pero no está mal según lo venimos analizando!
En estos días en que el internet divulga a través de sus redes sociales demasiados elementos que enriquecen el arte de la literatura, y cuando ya no se la puede concebir sin su ayuda directa, han aparecido los buscadores de pelos en la leche que con toda liviandad acusan de plagio a muchos escritores. En este caso me pongo a cubierto aceptándolo. Pues sí, señores, yo plagio aunque me considero un auténtico desastre para consumarlo, ¡qué le vamos a hacer! Vivimos los tiempos en que todo -o casi si todo- está tan alcance de la mano que es difícil no tentarnos; además, me hago cargo y, como diría nuestro gaucho Martín Fierro:
Y sepan cuantos me escuchan
De mi penas el relato
Que nunca peleo ni mato
Sino por necesidá;
Y que a tanta adversidá
Sólo me arrojó el mal trato…
Agrego también con las palabras de don Eugenio D’Ors, “lo que no es tradición, es plagio»
**Por el autor: »Por nuerr años, tuve el privilegio de ser el amanuense de Borges y de acompañarlo en sus viajes por el interior del país, donde realizábamos diálogos en público”. También por esos años, fue articulista de distintos diarios de la Argentina y del exterior, obteniendo reconocimientos por su tarea periodística. Pero, sin duda, su mayor logro en ese campo ha sido revivir la revista Proa, fundada por Ricardo Güiraldes, Jorge Luis Borges y su hermana Norah, con la participación de Eduardo González Lanuza, Pablo Rojas Paz y Brandán Caraffa. Proa, bajo su dirección, se publicó durante más de veinte años