Maxim Lisbornne: el D’Artagnan de la Comuna de Paris Archivos (ICUF/Argentina)

           LA EXCENTRICIDAD DE LA CAUSA COMUNERA

El 18 de marzo de 1871 dio inicio en Paris una experiencia política y social sin precedentes: el pueblo se hacía cargo de la administración y dirección del Estado, creando una nueva forma de gobierno: la Comuna. Aquellos que nunca había llegado al poder, ahora lo tenían en sus manos e iniciaban un proceso, que a pesar de su brevedad, fue de tal intensidad que marcó un antes y un después, señalando que los trabajadores –obreros, desocupados, artesanos, changarines y otros- estaban en condiciones de realizar todo eso que las clases poseedoras no eran capaces de hacer ni de pensar: la distribución democrática de la riqueza y del poder.

Tal osadía no fue tolerada por los sectores del poder franceses y desataron una salvaje represión sobre aquellos que soñaban y concretaban en hechos reales una sociedad igualitaria y soberana, donde todos sus integrantes –mujeres y hombres- tenían iguales derechos.

Miles y miles de asesinados, de encarcelados, de deportados fue el saldo, pero, como escribiera en una carta a su amigo Kugelman, Marx se refería con aquella frase a la Comuna de 1871: “El cielo no se toma por consenso, se asalta” y agrega “La historia universal sería por cierto muy fácil de hacer si la lucha sólo se aceptase con la condición de que se presentaran perspectivas infaliblemente favorable”. Continuaba diciendo que “Los canallas burgueses de Versalles plantearon ante los parisienses la alternativa: aceptar el reto a la lucha o entregarse sin luchar. La desmoralización de la clase obrera en este último caso habría sido una desgracia mucho mayor que el perecimiento de cualquier número de líderes”. Se podía vencer o ser derrotado; lo que no se podía era dejarse estar y ser dominados por la inercia de la inacción.

La derrota fue cruel porque la venganza de la burguesía no tuvo límite alguno. La borrachera de sadismo y sangre de los versalleses fue interminable. Así lo testimonian el Muro de Fusilados en el cementerio de Pere Lachaise y los miles de deportados al penal de Nueva Caledonia.

Entre los cientos de comuneros que se destacaron por su decisión, arrojo y valentía solo mencionaremos a uno y en él, a todos: Maxim Lisbonne (24/3/1839-25/5/1905), un revolucionario de origen judío, cuya familia procedía de la región de Carpentras –zona donde se asentaron muchos judíos luego de las persecuciones del Languedoc y Provenza-. Probablemente sus ancestros hayan sido judíos portugueses expulsados en alguna de los tantos destierros padecidos.

De joven fue militar y participó de campañas en Crimea, Siria e Italia.

Durante los días de la Comuna, este actor y periodista se convirtió en un ardiente coronel de los comuneros, apodado el “D´artgnan de la Comuna” por su coraje. Comandó las barricadas de Saint Suplice cerca de los Jardines de Luxemburgo, donde las tropas gubernamentales fusilaron a no menos de 700 comuneros. Allí opuso tenaz y valiente resistencia a esa brutal soldadesca. En medio de las masacres, fue herido, capturado y torturado. Por su compromiso con la causa fue condenado a muerte 2 veces por un Consejo de Guerra, pero se le conmutó la pena por trabajos forzados a perpetuidad en la Isla Nou (Nueva Caledonia), cosa que compartió con Luisa Michel, Henri Rochefort y muchos otros comuneros. Estando en ese penal se lo calificó de “incorregible” , donde se convirtió en defensor de la causa de los nativos kanakos

Con la amnistía de 1880, retornó a Paris donde fue sucesivamente Director del teatro Bouffes du Nord (“Cada noche, su teatro servía de lugar de encuentro para los viejos comunistas, así como para los jóvenes colectivistas…” dirá Charles Chincholle en sus “Cronicas de Paris” en 1889) , de la taberna Des Bagnes (un cartel a la entrada decía “La entrada de los condenados y la salida de los liberados; la esperanza es desterrada de este lugar …»), del cabaret Frites Revolutionnaires (“Papas fritas revolucionarias”) y del Casino Des Concierges.

Fue siempre un militante político. Nada menos que Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, le escribió a Federico Engels en 1883: “… (Lisbonne), ha tenido la genial idea de abrir un café, donde las mesas están encadenadas, donde todos los camareros están vestidos como esclavos, arrastrando cadenas … Uno se alinea para ir a beber un bock (de cerveza) en la prisión del ciudadano Lisbonne, que te hace pagar el doble. La gente de la sociedad va en su carruaje y se alegran de escucharse a sí mismos con un régimen que los maltrata con los guardias de prisión, quienes usan el académico para hablar de la prisión con sus clientes…”

En esa singular y bestial truculencia, en un lugar decorado ad hoc, Lisbonne deseaba poner en evidencia, por un lado, lo vejatorio de las condiciones carcelarias o de deportación, y al mismo tiempo, la hipocresía de la burguesía francesa.

Hacia 1890, Lisbonne no repetía simplemente su propio pasado revolucionario sino que se sumaba a las nuevas corrientes de violencia anarquista que sacudían a París, aunque siempre tratando de ridiculizar a las clases pudientes.

Soldado indisciplinado y caprichoso, profundamente republicano, Maxim Lisbonne -capitán de la Guardia Nacional-, vestido con un sombrero negro con una pluma roja, lucha con arrojo y temeridad.

Vuelto de la deportación, es periodista, director de cabarets, teatros o tabernas donde narra la prisión y presenta el programa de la Comuna. Permanece fiel a los ideales de la Comuna hasta su muerte en 1905. De alguna manera, es el pionero de los bares temáticos.